¿Qué lecturas os seducen más?

lunes, 21 de diciembre de 2009

Yo estuve allí...¿y tú? (cuento)


Foto: Pinochet pasando revista.





En la medida que vamos haciéndonos mayores, solemos acordarnos de actos que hicimos en el pasado. Algunos fueron episodios de los que no estamos especialmente satisfechos, otros, no obstante, son recuerdos especialmente gratos, de los que cuesta desprendernos, aún habiéndolos vivido y revivido un millar de veces. Pero ya sean buenos o malos, nuestra memoria nos obliga, en un acto de gran vileza o insigne hipersensibilidad, mostrarnos a nosotros mismos, tal y como somos, y no como queremos ser. Y es que, a menudo, la verdad contada da menos miedo que la que nos guardamos para nosotros. Por eso, aquí y ahora, voy a hacer una excepción.


Chile, fértil provincia y señalada
en la región Antártica famosa,
de remotas naciones respetada
por fuerte, principal y poderosa;
la gente que produce es tan granada,
tan soberbia, gallarda y belicosa,
que no ha sido por rey jamás regida
ni a extranjero dominio sometida.

La Araucana


Nos encontramos en el año 1998. Un año turbulentos donde los hubiere. Cambio de ciclo para algunos, sobre todo en cuánto a materia económica se refiere, de continuación de abusos de poder y excesos retóricos para otros; y de entre ellos se alzó un hombre. Un hombre adusto, ni muy alto ni muy bajo, ni muy flaco ni muy grueso; un hombre que no hacía gala, precisamente, de un aspecto regio ni de un talante que causara pavor ni estupefacción. Después de desarticular algunos de los comandos más radicales de E.T.A. y aislando a sus líderes más tenaces, poniéndoles fuera de circulación, se convierte en una de las personalidades más influyentes y perspicaces de nuestro país. Es un hombre calificado como joven por el cargo que ostenta como juez de la Audiencia Nacional, si vemos las edades de los miembros de su entorno. Un hombre que ejerce como funcionario pero que anda como un civil, elegante en exceso e imperturbable en sus funciones. Nada ni nadie le agrederá sorpresivamente; no tiene miedo a nada, ni nadie le puede causar daño alguno, y el lo sabe. Pero, ¿será este individuo capaz de polarizar este exiguo poder para utilizarlo para fines que difieran de las aptitudes de sus homólogos políticos o su ambición personal le condicionará todo movimiento que haga, convirtiéndose en uno más de esos cargos públicos que tienden el brazo? Poco tardamos en averiguar, contra todo pronóstico, que ese hombrecillo estaba hecho de una materia diferente que los que habíamos conocido hasta el momento y la gente como yo, por primera vez, nos prestamos a ayudarle en su empresa; sabíamos que un viento de cambio se había girado, y éste era favorable. Baltasar Garzón era el hombre y una orden de detención y enjuiciamiento hospedados en el Derecho internacional cuyo mandato señalaba directamente a los movimientos del círculo de las Madres de la Plaza de Mayo, su justificación y causa necesarias. Los primeros días del enjuiciamiento resultaron ser un hervidero. La prensa mundial se abalanzó contra el objetivo principal del juez: Augusto Pinochet Ugarte. El golpista, actual senador vitalicio que tenía sellado con sangre su escaño en el Palacio de la Moneda, fue perseguido por los medios de comunicación de todo el mundo. Garzón pedía su extradición para ser juzgado en España. Más tarde sabríamos que tras un receso en Londres lo fuera en Chile, aunque la sentencia fuese más testimonial que vinculante para el ya senil dictador. Pero, ¿quién era ese general chileno que causaba tamaña espectación? Yo, por aquél entonces, era joven e indiferente ante todos los hechos que no me habían tocado vivir de cerca. Realidades y conceptos como el de Pinochet aparecían del todo ajenos ante mí, como era normal en gran parte de la población. Supongo que todos amamos aquello que es nuestro con gran fervor, al menos yo así me consideraba, pero cuando se tenía uno que decantar por aquello que pertenecía a otra gente, otro país, nos resultaba algo difícil de aceptar, distante, lo cual veíamos como una utopía sin fundamento lógico. Pero cuando uno es joven y ambicioso, una rara mezcla de fuerzas que van de la rebeldía hasta la más pura insensatez y heroísmo, te invaden. Es luego cuando estás dispuesto a hacer cualquier cosa. Tan solo necesitas un motivo, una causa.

Un día de Marzo del año en que se celebraba el centenario de la pérdida de Cuba y Filipinas; año especialmente cultural también por ser el centenario de la Generación de Valle Inclán y Baroja, me encontraba militando en un partido político en Barcelona. Se trataba de uno de esos históricos; había perdido todo lo que tenía en la Guerra Civil y andaba indispuesto en todo tipo de actos reivindicativos, plataformas de todo tipo y proyectos insípidos y de imposible realización donde los hubiera. Y allí estaba yo, en medio de tertulias donde habían cuatro porretas y niños bonitos que jugaban al gato y el ratón con las fuerzas de seguridad del Estado. Ese día, me acordaré siempre, hacía un frío especial, te entraba muy suave, luego el viento amainaba y al cabo de unos minutos, soplaba con fuerza de nuevo, poniéndose en los huesos. La gente andaba como siempre por la calle, con paso firme y decidido, sin mostrar interés en su prójimo, con rostros sutiles y apagados, fríos como el acero. En tres minutos me situé de mi casa a la Casa del Pueblo, un carismático y antiguo edificio que amenazaba ruina por los cuatro costados. Una puerta amenazantemente grande y especialmente alta se mostraba ante mí. Al fondo, después de traspasar el umbral que me separaba del exterior, vi dos figuras sentadas. Eran dos veteranos, militantes del partido, siempre mirándote con una mirada perdida, mostrándote un respeto con una mueca, una sonrisa vacía de un respeto que no existía. “Aún se deben pensar que ganan la guerra ésos. Algunos sólo viven del pasado.”-pensaba para mí.
Subiendo las escaleras que me conducían a la primera planta de un cochambroso edificio institucional de principios del Siglo XX, empecé a ver algunos compañeros de partido; algunos jugando a las cartas y otros montándose un circo con coca-cola y un poco de whiskey, sólo les faltaba una pibita y ya estaría liada. ¡Qué mierda de país!-pensaba yo. ¿Qué coño estaba haciendo delante de semejante tropa?
-¡Hola, Raül! -me dijo Joaquim, el menor de ellos. Com et trobes?
-Què vols que et digui? No veus el que està passant? -y le mostré con el índice un periódico del día.
-Òstia, no em fotis?
-.-asentí con un gesto medio de indignación y sensatez, como aquél que mira de soslayo sin interesarse por nada.

Después de otear durante unos breves e intensos instantes entre los que mi ira interior se desató conmigo mismo, al ver aquellos aprendices de revolucionarios, decidí hacer unas llamadas y me planté en diez minutos en un bar del centro en el que nos reuníamos un grupillo de amigos en el que nos hallábamos todos aquellos renegados de grupos políticos, sindicatos, plataformas y asociaciones de todo tipo. El tema a debatir era grave y todos teníamos la clara impresión de que nadie estaba haciendo nada para darle el apoyo que necesitaba. Por fin todos estuvimos de acuerdo en algo. Hacía falta mover la mano y apretar las tuercas a quién y dónde hacía falta. Y así lo hicimos. Primero repartimos folletos informativos a la gente de nuestro núcleo de acción, luego distribuimos unos documentos en los que se solicitaban firmas de soporte para la causa del magistrado Garzón. Incluso yo redacté algunos de aquellos documentos. Otros se ocuparon de contactar con Madrid y después de una cosa y otra, se consiguió convocar una manifestación en la que participaron la mayoría de partidos políticos - incluso el mío-, sindicatos y otras organizaciones pro-derechos humanos como Amnistía Internacional. Me acuerdo muy bien de aquel Viernes por la tarde, bajando desde el Ayuntamiento hasta la Plaza Mayor, sujetando una bandera que había pintado yo mismo, junto con los delegados de CCOO y UGT entre otros. Todos plantamos cara a la tiranía, aunque sólo fuera por unos momentos. Pero no es precisamente con esos pormenores con lo que se ganan las guerras. Muchos estábamos disconformes con esos politicastros de cacerola y sindicalistas de conveniencia. Pese a todo, gracias a esa unión un tanto arbitraria, si me permiten decirlo, ya que todo fue algo más improvisado que meditado concienzudamente, conseguimos afianzar en parte nuestro propósito, recogiendo cerca de cinco mil firmas que enviamos hacia Madrid a toda velocidad.
Tras ese hecho, parece ser que los vientos de esperanza empezaban a amainar. Todos empezaban a mirar hacia otro lado. Garzón estaba tardando mucho en lograr su objetivo. Los Estados Unidos y otros países afines lanzaban quejas sobre la acusación de Garzón alegando la senectud del general chileno y remitiéndose a la avanzada edad como causa atenuante y que atestiguaba la incapacidad del inculpado a someterse a una corte de justicia. Después de largos debates internacionales vimos con pesar que el alcance de las diligencias que el juez había abierto contra Pinochet se veían mermadas por la fuerte presión internacional. Luego fue cuando nos percatamos verdaderamente de que el peligro fascista, lejos de desaparecer, se hallaba aún muy vigente, a pesar de todo. Es por ello que me dediqué a buscar ascendientes de ese país en mi ciudad, con el fin de realizar una conferencia pro-derechos humanos. Después de reunir mucha información sobre el tema, todas mis pesquisas me indicaban hacia el mismo hombre, un profesor de instituto que hacía más de treinta años que se había instalado en Barcelona. Era uno de esos pocos refugiados que habían obtenido asilo en nuestro país, aunque no se jactase por ello. Eso era del todo comprensible. A todos nosotros nos gusta vivir en libertad, y si es posible en nuestro país. Él era el vivo ejemplo de la influencia tiránica en la sociedad civil. Ahora tenía la oportunidad de prestarle ayuda por ello.

La casa se encontraba cerca de la Calle Nueva, en pleno centro. Era una calle estrecha y sombría, aunque mirándola en la lejanía, ofrecía un perfil agradable, dejando ver unos rayos de luz solar por entre las ahora ufanas tapias de un antiguo cuartel propiedad de la Guardia Civil, en aquellos tiempos, en alto grado de deterioro y abandono. En medio de la calle, un hombre de pequeña estatura me saluda con la mano tendida. No le veía bien; en aquella época no había decidido llevar ningún tipo de gafas, aunque me comenzaran a hacer mucha falta, por lo que me adelanté lo más rápido que pude con tal de ver más de cerca la silueta que se reflejaba tímidamente ante mí. Un hombre con el cabello grisáceo, cara abultada y facciones marcadas, ligeramente grueso aunque no rechoncho me saludó cortesmente.
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Foto: Represión de las fuerzas de seguridad.




-Com estàs?-me preguntó en un excelente catalán sin acento.
Le miré sorprendido y, aunque mi interés era continuar hablando en esa lengua, preferí cambiar al castellano. Para no despistarme de mis asuntos y demás...ya saben.



-Sr. Callín. Ese nombre...
-Viene de mi madre-me respondió.
-¿Cómo puede ser? ¿Es que acaso en Chile disponen de leyes conyugales diferentes a las de España?
-No-añadió. Hizo una leve pausa, como si tratara de acordarse de algo molesto, que no le gustaba, para continuar con su historia: -No es eso. Verá, cuando yo dejé mi país y me vine al suyo, hace ya bastantes años, tuve que cambiármelo. Mi padre estaba condenado a cadena perpetua por pertenecer a la plataforma activa de UNIDAD POPULAR. La DINA entró un día en nuestra casa de Santiago de Chile y se lo llevó. Sabe una cosa, no sé por qué le cuento todo eso. Sí, ya sé, ha venido para saberlo todo, pero, para nosotros, los exiliados, es muy difícil contar la verdad.
-Mi abuelo combatió en el Ebro en la Guerra Civil. Sé como son estas cosas-agregué
-Sí, pero no es lo mismo. De esa guerra nadie se acuerda, han pasado ya más de sesenta años. En cambio, del golpe de estado en Chile, sólo hay veinticinco.
-Usted verá, Sr. Callín, no es que quiera ser irrespetuoso pero yo no...
-¿Desea una taza de café o de té? ¿Supongo que no querrá que hagamos la entrevista en mitad de la calle? A no ser que tenga prisa.
La emoción contenida en mi interior por tener la oportunidad de hablar con ese “pretendido” héroe, como yo le suponía, no me había hecho partícipe de mis actos, sin entrever una gota de elegancia ni formalismos. ¡Cuánta razón tenía él, en cambio! Por lo que decidí aceptar un café bien cargado, a ver si así se me suavizaban esas ideas de jovenzuelo inexperto, cosa crucial para poder realizarle una entrevista bien fundada y consecuente con el objetivo de mi trabajo. La verdad, cuando me dieron la información del paradero de ese hombre y me prepararon una entrevista con él, no sabía nada acerca de él, ni tan solo a la facción a la que pertenecía. Y la verdad, aunque ahora ya sabía la respuesta, algo visceral, oculto entre ese rostro nacarado y sutil me decía a mí mismo que se guardaba algo hosco y oscuro para él. Algo que no contaría por nada del mundo. Más tarde descubrí que aún no estando en lo cierto, poco me había equivocado.
Nos sentamos en un par de sillas de estilo inglés, de esas blancas, las que se denominan “coloniales”, las cuales se descubrían con formas imposibles y diseños redondeados. Delante nuestro un jardín perezosamente mal arreglado, con enredaderas y malas hierbas brotando por doquier, más parecido a una selva del trópico que un paisaje urbano. Y en medio de ambos se ceñía una mesa con una talla de mármol de variados colores que ofrecía un claro concepto de neutralidad entre ambos y el ambiente que nos rodeaba. Un ambiente que no frenaría ese regusto de boca que me poseía en aquellos momentos al encontrarme en una situación que empezaba a apuntar hacia ninguna parte. Estaba acostumbrado a escuchar todo tipo de comentarios e historias de gente como Callín; y la mayoría nunca contaban algo nuevo y mucho menos, la verdad. Vivían con un sentido romántico de ver la historia, y muy en particular sus vidas, gozando y sufriendo al mismo tiempo, pero nunca abriéndose hacia su interlocutor, guardándose todo su equipaje, como pasajeros de un vuelo que nunca llegaba a su destino. Entonces fue cuando nos llevaron dos cafés, parecía que los dos eran solos, se ve que ese hombre que tenía ante mí también también se preciaba de gustos fuertes. ¿O tan solo era una manera de dosificarse para afrontar aquello que yo esperaba que me dijera? Una tenue mirada de complicidad y una delicada caricia en el brazo del apuesto y esforzado varón que nos servía atentamente dejó claro que me había equivocado en lo segundo, demostrándome una vez más que a ese gentilhombre de piel bronceada y rostro afable y arqueado le gustaba correr riesgos. Estaba fuera de toda duda. Me esperaba una entrevista delicada, la cual sólo podría ser salvada con una perspicacia inimaginable. Una visión objetiva y periférica de una realidad que por el momento sólo le pertenecía a mi interpelado, y que sólo encontraría la luz si ese ilustre hombrecillo de raíces mapuches que se me antojaba extraño y huidizo quisiera contarme todo lo que quería. Lo bueno y lo malo, huyendo de cualquier propósito sensacionalista, pero sin escatimar la verdad en ninguna de sus facetas, ya fueren buenas o malas.
Sin dar ningún tipo de rodeo, empecé con mi entrevista. Poco a poco, aún a sabiendas de que mi encuestado no me decía todo lo que deseaba saber, nos encaramamos hacia un territorio hostil donde la frontera estaba claramente delimitada por una voluntad superior, hecho que se mostraba visible en el peso de la experiencia que era separada por esa distancia abismal que representaba la edad. Tan solo existía una posibilidad entre mil. Y radicaba precisamente en esa gran diferencia. Pero yo no estaba dispuesto a cruzar la línea. Y no era porque no quisiera probar aquello que ya tenía dueño, sino porque no me apetecía en ese preciso instante. Además, juntar el placer con el trabajo no resulta ser algo muy compatible que digamos. No obstante, ante la previsibilidad de caer en el absurdo y ser víctima directa de otro desastre diplomático de los que estaba tan acostumbrado a percibir últimamente, todo me dirigía a que la idea de cruzar esa línea no era del todo mala. Además, aparte del límite de edad, ese hombre adusto de poco más de cuarenta años no estaba del todo mal. Sólo así dispondría de las armas adecuadas para conseguir esa verdad que tanto quería. La suerte ya estaba echada y, aunque me doliera por ello, estaba dispuesto a conseguirla costara lo que que costara, por lo que a partir de ese momento me decidí a aunar todas mis fuerzas para conseguir que Callín captara mi eventual interés hacia él. Y lo captó, claro. Pero no de la forma que me esperaba. Fue luego cuando, fruto de un cambio repentino en su forma de proceder, toda la amabilidad y aprecio que me dispensaba se tornó en un visible estado de cólera hacia mí. Se veía en sus ojos. ¿Había conseguido ofenderle? Un breve instante de calma me hizo presagiar lo peor, cosa por la que yo ya me estaba preparando para recibir una palmadita en la espalda y huir de casa de dicho individuo. Pero no, frente a mi ignorancia, Callín se me abalanzó cautelosamente hacia mí en un acto de desatino del que ya me preparaba para zafarme del bofetón que se me acercaba poco a poco y aumentando su velocidad, para acabar recibiendo, contra todo pronóstico, una caricia muy especial que se cruzó desde mi cabello hasta la altura de mi delgado e infantil cuello. Aún no me había recuperado del shock que me produjo ese cambio brusco, tan esperado como temido por mí por las consecuencias que me podría traer, cuando mi entrevistado me miró fijamente con sus preciosos ojos marrones para abrir sutilmente su almendrada boca, con sus carnosos labios color canela, para proseguir con su relato.
-Bien chico -me dijo. -¿Quieres saber toda la verdad? Pues te la voy a dar.
Estuve a punto de atragantarme con una “dutch cookies” que el educado mozo de casa de Callín había dejado sobre la mesa del jardín en la que nos encontrábamos charlando, cuando me lanzó esa amenazante y a su vez interesante proposición.
-Si quieres la verdad la vas a tené, amigo mío. -me seguía increpando, esta vez, en un tono más impersonal que agresivo.
Se me acercó con su aparatosa cara hacía mí y me lanzó una mirada provista de una rara mezcla de escarnio, cabreo e impotencia. Estaría dos días soñando con esa faz color marrón sobre mi desnuda cara albina; por el momento, sin embargo, sólo me tenía que preocupar en escribir los datos más importantes de la historia que me estaría a punto de contar.
-Verás, cuando yo era pequeño me crié en un orfanato cerca de Valparaíso. Se llamaba Villa Baviera. El centro lo habían construido unos colonos alemanes que llegaron a Chile a mediados del siglo XIX. Parecía ser que eran familia de Emilio Körner, un agregado militar alemán procedente de la escuela militar de Charlottenburg, que había contribuido decisivamente en la prusianización del ejército Chileno. Eso fue antes de la guerra civil chilena y la muerte del presidente Balmaceda.
Mi madre había muerto en el terremoto de Chillán, en el 1939, y mi padre...se había contado como desaparecido. Los servicios sociales no daban abasto y a mi me llevaron a la colonia; un sitio idílico situado a las afueras de Puerto Montt, en medio de ninguna parte. Los primeros meses fueron terribles. No podía dormir ni dejar dormir a mis compañeros de “celda”. Afortunadamente, me fui adaptando a esa vida nueva y pude congeniar con mis compañeros. Años más tarde huiría de ellos como a la peste. Allí me aplicaron en la disciplina castrense y me formaron como aquello que esos VolkFrei creían superhombres. Sin embargo, yo no poseía de los requisitos necesarios para formar parte del círculo en el cual nos instruían desde pequeños. Todo resultaba perfecto. Mi complexión, un poco baja pero tenía un pase, mi talante intelectual, aunque les molestaba en exceso pero creían idóneo en el soldado moderno...Pero algo fallaba. El color de mi piel y mi faz redondeada eran la respuesta. Para ellos era un mestizo, herencia del cruce de la sangre de Ercilla y la de la Araucanía. Una sangre estéril, de un pueblo que resultó extinguido decenios atrás. Mas la vida en esa casa se me fue haciendo penosa poco a poco. En ella sólo habían chicos. Nada de chicas. Y las noches eran largas, muy largas. Mas no para mí. Sólo los más rubios y hermosos gozaban de esa “impopular” atención. Cuando conté con la edad suficiente, me escapé a Valparaíso. Estaba cerca y casi se podía ir andando, sino fuera porque el camino hacia la ciudad fuese uno de los más agrestes del distrito.
Unos años más tarde me encontraba compartiendo un piso con Álvaro Cuesta, un estudiante de filología hispánica de la Universidad de Santiago. Mi llegada a la ciudad fue una caja de sorpresas. La verdad es que no me esperaba encontrar al tipo de gente que vi. En contra de todo lo que había aprendido en Baviera, indigentes y borrachos dejaban los parques públicos y vagaban por las calles de la capital durante la noche. Había madurado y mi experiencia que, poco a poco, iba tomando forma, me permitía ver cosas en las que antes no había caído. Y ello, lejos de causarme esa estupefacción que se manifestó cuando empecé a formar parte de la vida de Álvaro, hacía crearme una idea más consciente del mundo que me rodeaba; un principio de libertad de pensamiento del que en esa época sólo se hablaba en los cafés y algunos círculos socialistas y liberales. El amor de Álvaro hacia mí era sincero aunque el chico no me pertenecía del todo. Era pues él y no yo el que no se había liberado aún del yugo paterno. Un yugo que le condicionaba su vida en todo momento y no le permitía pronunciarse en contra del casamiento forzoso con la joven hija de los Montt, una rica familia hacendada de la región minera de Maipó, ubicada cerca de la cuenca Andina.
Después de la Batalla de Concón y suicidio de Balmaceda en 1891, Jorge Montt, en representación de las fuerzas congresistas, después de la matanza de Locaña y otros entramados derivados de la mala actuación de la Junta de Gobierno de Iquique, instauró la tan ansiada libertad del cuadrilátero, reivindicando así la primera democracia parlamentaria en Chile. Ahora, muchos años después, tras la grave crisis económico-social que impuso el derechista Eduardo Frei, y con la aparición de un nuevo testaferro político, un socialista con nuevas ideas de cambio, el papel de los Montt iba a volver a entrar en la escena política del país. La chica era un buen partido y todos lo sabíamos. No sería yo pues, el que me abalanzaría sobre él para reclamarlo. Nuestra complicidad era total y, pese a una boda que parecería amenazadora a cualquier otro, para nosotros, sobre todo para mí, no le dábamos demasiada importancia. Sabía que en la mayoría de las noches me continuaría perteneciendo. Su sexo y el mío se continuarían viendo a menudo para recrearnos en esa actividad frenética que tanto nos agradaba. Lo que no me pensaba es que un poco después de terminar la carrera de Historia que realizaba en la UCL ya no le vería más. Su familia tenía sus motivos. Corría el año 1972 y los cambios políticos y sucesivas reformas que Allende había propuesto habían sumido al país en un dilema histórico y moral sin precedentes. De la misma forma que los ascendientes de los Montt lo hubieran hecho en el pasado, pronunciándose militarmente contra el Estado, les tocaría entonar de nuevo la canción de “mi fusil y yo” levantándose contra el mismo. La televisión nacional ofrecía reportajes durante las veinticuatro horas del día en los que se difundía, sobre todo, lo que ocurría en las diversas partes del país. Comandos del MIR matando a gente del VOP, gente de Patria y Libertad y del Comando Rolando Maltus asesinando a militantes del partido comunista por la calle, y del exterior nos venían noticias preocupantes desde países como España, con la muerte de Carrero Blanco. Por todo lo demás, el país se cernía en una vorágine de altercados, robos, reformas agrarias que no llegaban a su fin...Es decir, un caos demoledor que presagiaba lo peor. Y para colmar el vaso, nuestro cantautor preferido, el “Neruda de la araucanía” como lo llamaban, seguía de gira con Violeta Parra y su grupo Cucumén por la mayoría de los países satélite de la Unión Soviética. Sabíamos que algo malo sucedería. Desde los tiempos John North, los Estados Unidos había puesto siempre su mirada en Chile, como una tierra apacible, por sus recursos energéticos y por su gente, de naturalidad sumisa, sobre todo por lo que se refería al ejército; una tropa bien organizada de la cual, a día de hoy, se jacta de ser la primera fuerza armada del mundo en disponer de un informe de Responsabilidad Social. Un verdadero éxito que en esos años se tuvo que ver truncado por la función de un hombre de pocas palabras y peor corazón todavía.

-Un día, escuchando por radio Concepción una canción de Víctor Jara, “Juan Sin Tierra” la cual creo que actualmente...
Le corté diciendo: -Sí, la conozco, justamente este año el grupo Ska-P le ha brindado un homenaje en su Álbum Eurosis.
-Bien, como te estaba diciendo, compañero, al terminar la canción anunciaron que Álvaro, mi antiguo compañero sentimental, se encontraba en Estados Unidos estudiando en la Universidad de Columbia. Pero, ¿qué coño está estudiando allí?-Me pregunté. No entendía nada así que decidí ir a hablar con Mejunto Sierra, su antiguo profesor de Filología medieval, y del que según me contó más de una vez, gozaba de una magnífica relación. Cuando terminé las clases de historia contemporánea que realizaba en el Instituto Venetto, le llamé por teléfono y me dijo que no podía hablar por ese canal. Aún entendía menos. Quizá tenía la línea intervenida. -Ya no ejerzo-me dijo. Yo alucinaba. Era el mejor profesor que había conocido y una bellísima persona. No entendía que hubiera sido cesado. O al menos eso es lo que pensaba. ¿Qué otra cosa podía ser? -Puedes pasar por casa y hablamos. Luego la línea se cortó.
La casa estaba situada en los arrabales de Santiago, cerca del barrio de Santa Cruz. La casita del profesor era una de las muchas casas que se habían construido a finales del XIX, gracias a la nueva apertura de fábricas donde se procesaba el salitre que procedía de todo el país. Más tarde los intereses extranjeros se centraron en la extracción de platino, mercurio y cobre, al parecer más rentables, que culminó con el habitual cierre de las factorías. Los obreros que pudieron pagarlas las compraron, los que no, en cambio, les fueron embargadas. Se realizaron muchas subastas y el Sr. Sierra fue uno de los que se adjudicaron alguno de aquellos inmuebles. Me bajé del ómnibus, cuya parada se encontraba a unos escasos cien metros de distancia de la casa y me fui paseando por delante de las casitas de tejados azules y pórticos blancos. Eran como en las fotos que suelen aparecer en las revistas de casa y jardín, sólo que en la calle no existían aceras ni alcantarillado y los niños jugaban con restos de vehículos abandonados que se hallaban dispersos por todas partes.
-Hola, César, ¿estás bien?-me preguntó cordialmente.
-Sí, no te preocupes, todo me va de maravilla. ¿Y tú?
Él me hizo ademán de que pasara. Algo malo le sucedía. Se le notaba en la cara.
Cuando entré en la casa vi libros tirados por el suelo, por todas partes. Parecía que habían pasado Atila y todas sus hordas por allí.
-Cuando he venido esta mañana para acá con el pan, me he encontrado todo esto. Quise hablar con los vecinos pero todos cerraron las puertas cuando veían que me acercaba. Seguro que son los del VOP.
-¿Pero qué dices? Eso no puede ser. Tu no has hecho nad...
No me dejó terminar la frase cuando me enseñó la bandera del Partido Comunista raída de cabo a rabo en el centro del comedor. Ahora lo entendía todo.
-Me buscaban a mí, César, pero no me han encontrado.
-Pero te encontrarán- aseveré, con motivo de preocupación por su integridad.
-No te preocupes por mí, amigo. Mis días llegaron a su fin. Pero ¡díme! ¿A qué debo tu visita?
Después de haber visto todo eso me daban ganas de no hacer preguntas y salir de allí pitando, pero creí necesario continuar con mi propósito de saber algo más acerca de Álvaro, así que decidí seguir hasta el fin. Era demasiado tarde para echarse atrás. Más tarde comprendería que ese era uno de los errores más graves que había cometido en toda mi vida.
-¿Sabe usted algo de Álvaro?
Se puso helado. -¿No lo sabes?
-¿Saber el qué?
-Álvaro colabora con los americanos.
-¡Hable claro! ¡No entiendo el lenguaje político! -añadí en ese momento, en el cual ya empezaba a sentirme un poco molesto. Algo que, sin duda, no se le pasó por alto a Mejunto, el cual me largó una contundente respuesta sin meditarla apenas.
-Hace dos años que colabora con la derecha. Está en la junta de Patria y Libertad. Le llaman el príncipe, y se ha cambiado el nombre.
-¿Usted está loco o qué?
-No, el loco eres tú. No entiendes ni quieres entender nada. Sólo te preocupas de ti mismo. Como siempre.
En eso el viejo tenía razón. Siempre me había caracterizado para tener una vida eximida de todo riesgo físico, excepto los que tanto me gustaban. Daba incluso pena que estuviera a punto de tener serios problemas por algo que no tenía que ver nada con ello, sino por la visita que había realizado esa mañana. Pero así es la Historia. Una vez has hecho algo, ya no hay vuelta atrás. Pero lo que no sabía es que estaba a punto de meter la pata hasta el fondo.
El leve canto de los pájaros de un parque cercano fue ensordecido por un breve martilleo. Unos abucheos y gritos desesperados de mujeres sonaron al poco tiempo. Eran la voz de la conciencia. Al cabo de unos minutos, los cuerpos sin vida de cinco hombres y dos chicas que no debían tener más de diecinueve años, ambas muy lindas, cubrían el polvoriento suelo de la calleja. Entonces me giré y Mejunto me devolvió la mirada con una sonrisa cómplice. Había comprendido en ese mismo instante que ahora me tocaba a mí. Había llegado el momento de implicarse y tomar una posición por un u otro bando. Si no lo hubiera hecho, hoy no me sentiría más orgulloso de lo que soy.
-¿Y qué hizo? -le pregunté
-Tomar partido en el asunto. Así de literal. No me anduve por las ramas. Me afilié al partido comunista y empecé a conocer gente muy interesante. Nos encargábamos de pegar carteles en las paredes y como historiador que era, también escribía artículos y notas de prensa en revistas y diarios adscritos al partido. Un día conocí a Víctor Jara en un mítin. Era un tipo increíble. La gente lo adoraba. Y con razón. Él había conseguido en pocos años lo que media Latinoamérica clamaba desde hacía más de un siglo. Al que no tuve el gusto de conocer en primera persona fue a Neruda. Había leído muchos de sus poemarios y hubiera estado encantado de conocerlo -in person- pero no fue así. Lorca, un mártir también, vuestro, en su caso en la Guerra Civil Española, dijo una vez que era la voz más profunda de América desde Rubén Darío. Puede que tuviera razón, pero lo cierto es que la implantación del concepto que supuso la Nueva Canción Chilena, aparecida con cantautores como Jara, el poeta, en cuanto a voz del pueblo, fue cayendo en desuso para allanar el camino en favor de la música, y Víctor era uno de los más aclamados. Fama que, por desgracia, no le valió todo el reconocimiento que se merecía. Al menos en vida. Pero, ¿qué se podía esperar de un país en el que ya en tiempos de Cervantes, al comentar el poema épico de Alonso de Ercilla, lo encumbrase como uno de los Cantares Épicos más cultos y mejor escritos en lengua castellana? El chileno es un pueblo orgulloso, ¿sabe? pero también es un pueblo que no sabe perdonar. Un pueblo en el que durante mucho tiempo el poder militar ha estado demasiado unido al estamento político. Un poder que se fomentaba medio un ejército de corte prusiano con cascos de acero y respuesta contundente al grito de “siempre vencedores, jamás vencidos”.
Sabes una cosa. Allende nunca se suicidó.
-¿Cómo dice?
-Lo que oyes. Lo sé de primeras.
-¡Eso es imposible!-sentencié con dudas
-Nada de eso. Mi padre me lo contó todo.
-Pero, ¿que no dijo que estaba muerto?-le hice recordar
-Sólo desaparecido. Y eso no era del todo verdad. Me había abandonado. Él era así. Su primera carta la recibí antes de matricularme en la carrera de Historia en la Universidad Republicana de Chile. Me decía que me quería mucho pero que por razones de Estado se había tenido que marchar a Bolivia. La DINA publicaría un informe más tarde en el que citaría la especial relación entre Agustín Trappanto y un tal Cienfuegos, el segundo del Che. Dijeron también que el fusil AK-47 que disponía Allende lo había recibido de Fidel. Pero eso era mentira. Mi padre es el que se lo había traído personalmente de las montañas de la Cochabamba. Él era el enlace. Mi padre me mandaba todas las cartas a un apartado de correos. Así se evitaba cualquier tipo de censura postal. Nadie sabía nada. Tan solo yo y él. Era un contacto más directo que indirecto. La pega es que nunca le veía. Tampoco es que quisiera verlo demasiado, pero al fin y al cabo era mi padre. Después del Golpe de Estado del once de Septiembre del 1973, no volví a saber nada más de él excepto por una carta que me llegó tres días antes del asalto al Palacio de la Moneda. En ella decía ésto...

Se sacó de su bolsillo un papel arrugado y me lo leyó durante tres minutos y medio. En él afirmaba que comandos adiestrados por la CIA y con bases en Pascua estaban dispuestos a partir hacia Valparaíso en un par de días. “Sabemos que están preparando un golpe de Estado pero nosotros tenemos el apoyo de todo el ejército. Antes de hacer nada, Leight y su cuadrilla caerán. Lo único que tenemos miedo es de no saber los efectivos terrestres y aéreos de los americanos.” Y acaba diciendo: “Ese Nixon se ha vuelto loco. No ha tenido suficiente con lo de Vietnam y Camboya que ahora nos quiere meter unos cuantos Sura-3 por el culo”

-No entendía demasiado sobre armamento militar, mas no tardaría demasiado en descubrirlo.
El día 11 de Septiembre de 1973, Martes, me encontraba en una reunión de profesores en una de las aulas del Instituto de secundaria en el que ejercía como profesor de Historia desde hacía dos años y medio. El jefe de estudios me sermoneó acerca de un nuevo sistema de enseñanza que pronto se aplicaría y en el que todo tipo de ideal marxista sería eliminado de raíz. Por suerte, yo era un individuo bastante reservado en estas cosas. Si hubiera soltado algo respecto mi vida fuera del colegio, me habrían dado el boleto. Algo no andaba bien. Lo vi en las caras de la gente por la calle. Andaban preocupados de un lado para otro, sin prestar atención alguna a nada ni a nadie, y tenían más prisa que en cualquier otro día.
Unos días antes, Allende había decretado un “tanquetazo”, inhabilitando al general Carlos Prats y expulsándole del gobierno. En su lugar escogió a Augusto Pinochet, un general supuestamente neutral y de talante apolítico. Durante los últimos dos años, la economía chilena había sufrido graves reveses por culpa de las sanciones que, en secreto, el gobierno de Washington había fomentado en Chile. La idea era hacer “chillar”, como decía mi padre en sus cartas, a la economía chilena. El decretazo que hizo prosperar Allende, con la masiva impresión de moneda, fue un verdadero desastre. Una crisis sin precedentes se entabló en el país, incentivando una poderosa inflación que lo iba llevando poco a poco hacia la bancarrota. Pero ello no era más que una artimaña política para sacar de circulación a Allende y sus “marxistas”. Por la mañana, varios diarios chilenos publicaban una nota sobre una reunión entre miembros de un círculo gubernamental al que se le mencionaba con el apodo de “La Cofradía”. Allí se anunciaba un proyecto llamado FUBELT, que pretendía ser un revulsivo a los problemas del país. Desgraciadamente los periódicos nunca dicen toda la verdad y Salvador Allende Gossens no sabría el alcance de todo hasta que fuera demasiado tarde. Al margen derecho, en una breve columna, la derecha chilena cargaba contra el gobierno de Allende, retratándolo como “Socialismo con sabor a empanadas y vino tinto”. En sí no estaban del todo equivocados. Mucha gente pensaba así. Claro que no sabían lo del apoyo americano. No obstante, Allende siempre lo había tenido muy difícil y de todos los ámbitos sociales le llovían un alud de críticas feroces, reivindicando todas lo mismo: su incapacidad de gobernar el país.


Foto: Bombardeo del Palacio de la Moneda.



Todo se fue colina abajo cuando Radio Magallanes transmitió un discurso de Allende en que nuestro presidente pedía la calma, después de certificar el amotinamiento de un sector de la marinería. Pero lo que no sabíamos es que en esos momentos se estaba librando un verdadero infierno en las proximidades de Villa Baviera. Valparaíso era un hervidero de militares y agentes de la CIA. Los “green berets” habían desembarcado y se dirigían en jeeps hacia las proximidades del Palacio de la Moneda. Eran las once y cuarto de la mañana y en la cocina del Colegio se estaba preparando la comida del alumnado mientras que yo me encontraba en el patio fumándome un pitillo. Un estruendo demoledor me absorbió por entero. Claudia, la profesora de religión, una monja algo avispada, pese a su avanzada edad grita: -¡Están bombardeando el Palacio de la Moneda! Me quedé algo indispuesto en ese instante. Estaba atónito. No sabía qué hacer. Sin pensármelo dos veces, provisto más de un afán de curiosidad que de razonamiento, cogí la americana y mi “vespa” y me fui al centro. Al pasar por la Avenida de la Providencia vi lo que me parecieron unas formas humanas vestidas de caqui tomando posiciones. Luego, a pocos centenares de metros de la Moneda, se arremolinaba un cordón de seguridad hecho por unidades de la escuela del ejército de Chile y por unos tipos con boina que no tenía ni idea de quién eran. -¡Do not cross, baby! ¡Go out! Ahora sí estaba seguro de ello. Eran los americanos que me había contado mi padre, sin duda el grueso del ejército de cartón piedra de los golpistas. Como desde allí no veía nada, decidí entrar en el Hotel Carrera, uno de los lindantes al Palacio Gubernamental y subí a la azotea.
Desde allí pude percibir el espectáculo más dantesco que he tenido la oportunidad de presenciar jamás. Explosiones y gritos de heridos sonaban por doquier. Dentro del Palacio se decía que se habían atrincherado mil hombres, los cuales se hallaban lo suficientemente bien pertrechados como para aguantar tres o cuatro días de asedio. Howitzer y morteros del 120 enquistaron sus proyectiles contra los muros del Parlamento Chileno. Más tarde, balas trazadoras dispuestas desde diversos edificios colindantes ejercían su derecho a voto sobre las fuerzas de seguridad que defendían la Casa del Pueblo. Explosiones y más explosiones hacían saltar por los aires todo aquello que antes se había jurado defender con tanto apremio democrático. Y entonces, yo, allí, sin hacer nada; lo que siempre me había caracterizado, en primera línea de una página de la historia que se estaba escribiendo en ese momento. Entonces, un destello cruzó el patio de los Naranjos y los Cañones para insertarse directamente en la planta baja del edificio estatal. Un tremendo impacto hizo saltar todos los cristales de la Moneda y los de algunos edificios de las postrimerías. A mí, incluso, se me clavaron dos en la pierna derecha. Eran heridas superficiales pero me dolieron bastante. Aunque mucho más en el espíritu. Se trataba de dos Hawkers de la marina estadounidense volando bajo que habían dejado dos propinas al maltrecho ejército del Presidente Allende. Luego una carga de las fuerzas especiales de los Estados Unidos en conjunto con las tropas de choque chilenas. Una auténtica matanza. Los soldados caían sin parar y sólo los americanos consiguieron conquistar el ala sur del palacio gubernamental. El asunto se estaba poniendo muy feo y entonces decidí largarme.


Ardor guerrero vibre en nuestras voces
y de amor patrio henchido el corazón
entonemos el himno Sacrosanto
del deber, de la Patria y del Honor ¡Honor!
Nuestro anhelo es tu grandeza
que seas noble y fuerte
y por verte temida y honrada
contentos tus hijos irán a la muerte.
Y por verte temida y honrada
contentos tus hijos irán a la muerte.

HIMNO DE INFANTERÍA ESPAÑOL


No podía jugármela más. Sabía que mi padre tenía algo que ver con todo eso y si el golpe triunfaba, cosa que era prácticamente de certeza nacional, no duraría mucho por ahí. Fue entonces cuando decidí cambiarme el nombre. Es algo de lo que aún estoy arrepentido. Cuando salía del Hotel, me encontré un soldado americano moribundo. Era latino y se parecía bastante a mí, por lo que me no me lo pensé dos veces y le di el cambiazo. Con pasaporte nuevo y visado estadounidense sería fácil salir del país. Y así fue como llegué a España. El resto no tiene ninguna importancia. Muchos somos los inmigrantes que hemos pasado por ello.

-Perdona...¿qué es lo que me querías decir antes?
-¿Cuándo?
-Al principio. Antes de empezar mi historia. -adelantó Callín
-Que...no soy el más indicado para preguntarle.
-Te engañas. Yo creo que eres más que indicado. Sino, ¿explíqueme como es posible contar la verdad y hacer que la gente la comprenda y pueda entender si se sabe todo de todo? Así resulta imposible que exista imparcialidad... Creo que usted es el más indicado. Traer la verdad a las nuevas generaciones es algo básico e importantísimo. Y sólo jóvenes como tú pueden llevar eso a cabo. Puedes estar bien seguro de ello.
Nos besamos los dos en cada mejilla, en prueba de amistad y reconocimiento mutuo, y me acompañó hacia la puerta de su casa después de quedar con el día y hora en el que se realizaría la conferencia que estaba preparando.

Foto: Allende con su AK-47 en la Moneda.

"Que el canto tiene sentido,
cuando palpita en las venas
del que morirá cantando
las verdades verdaderas,
no las lisonjas fugaces
ni las famas extranjeras
sino el canto de una lonja
hasta el fondo de la tierra."

"Ahí donde llega todo
y donde todo comienza,
canto que ha sido valiente

siempre será canción nueva."
"Manifiesto" (fragmento) - Víctor Jara




Volvamos al presente. Han pasado once largos años y, lejos de aprovechar el tiempo, creo sinceramente que lo hemos perdido. Pocas cosas han cambiado. Continúan las mentiras y las ambigüedades político-sociales. La gente no se moviliza. Hemos caído en el absurdo y prueba de ello es la existencia de casos como el de Aminetu Haidar, del cual se ha podido leer durante éstos últimos días en los periódicos y televisiones de todo el mundo. ¿Cómo es posible eso? Fácil, porque todavía no hemos madurado lo suficiente y, lejos de aceptar nuestros errores, continuamos cometiéndolos a menudo; forman parte intrínseca de nosotros, y nada hacemos para remediarlo. Mi generación intentó agilizar ese proceso y hacer más consciente al mundo de sus errores. Unos errores que no pudimos desterrar para siempre y, que lejos de desaparecer del todo, siguen formando parte de nuestras vidas. Esperemos que la nueva generación que nos suceda, sepa, igual que intuyó Callín, hacer que la persona se sienta libre y feliz, teniendo la suficiente fuerza de voluntad para reconocer sus errores y remediarlos para siempre.





Copyright:


Ángel Brichs©

Publicado en este blog bajo el consentimiento del autor:
www.literaturadart.blogspot.com




Aunque gran parte de los hechos históricos que aquí se detallan sucedieron de verdad, los nombres de los personajes y narradores que aparecen en este relato son inventados, por lo que cualquier similitud con la realidad resultará ser tan solo una mera coincidencia.






Algunas notas sobre el autor...

Ángel Brichs Papiol (Terrassa, 1979) es escritor, crítico de arte y crítico literario. Este catalán controvertido, escritor desde los catorce años y creador del movimiento Noumodernisme Literari, siempre se ha comprometido culturalmente. Es autor de diversos libros de relatos en castellano y catalán como El Porxo de la casa de fusta (2007) o Cuentos del limbo (2006) y ensayos como El Neomodernismo Literario Ed. Cultivalibros (2008). Forma parte de varias asociaciones culturales y colabora con organizaciones sin ánimo de lucro donde ha liderado varios proyectos solidarios durante años. De forma circunstancial y cuando su trabajo se lo permite; como el dice “escribo cuando puedo y como puedo”, este autor todo terreno escribe artículos de crítica literaria en prensa y participa en certámenes literarios tanto en catalán como en castellano cada año. En la actualidad es el jefe del grupo de Acción Literaria y filológica del Ateneu Terrassenc y miembro de su junta directiva.

3 comentarios:

Soledad Arrieta dijo...

Ángel, este cuento me conmovió por completo. Una excelente narración tamizada con la trsite historia de nuestras peores épocas. Se me ha erizado la piel, las lágrimas buscan contenerse, hacen fuerza por no caer.
Creo que no hay mayor placer para un escritor que generar todo esto en el lector.
Cariños!

Rocío L´Amar Poeta de Chile dijo...

buen relato de un episodio de la historia de Chile que aún o nunca sanará sus/mis heridas...

Ro

Ramón Cerdá - novelista dijo...

Interesante punto de vista histórico...

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