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domingo, 8 de mayo de 2011

Prosas escogidas, XV: Jorge Luis Llópiz


Los amantes


Después de tantos años de planear la fuga de la isla, los enamorados se abrazaron sobre la lancha. Navegaban en dirección a Cayo Hueso con la esperanza de vivir en una playa desprovista de rencor. Estaban a punto de lograrlo cuando los guardacostas americanos los detuvieron. En menos de cinco minutos, fueron esposados; y Ventura vio alejarse, una vez más, la posibilidad de vivir junto a su esposa en la costa de sus sueños.
El apresado había vivido en Cojímar casi un cuarto de siglo, preguntándose cómo sería la vida después del horizonte. ¿Estaría allí la felicidad? Muchas veces había intentado burlar la vigilancia de los guardacostas criollos y siempre lo sorprendían antes de entrar en aguas internacionales. Era conducido a la municipalidad y encarcelado por varios meses. No le importaba. Estaba buscando su dicha. Una vez le llegó casi sin proponérselo.
La suerte tocó a su puerta en las manos de su tío quien le enseñó, en esa instante, los secretos de la navegación antes de lanzarse al mar. Estaba vez ningún guardia, ni americano ni criollo, iba a apresarlo. Luego de navegar varios días por aguas desconocidas, ancló su ilusión en tierra firme. La arena de Cayo Hueso estaba en sus manos. La dejaba deslizarse entre los dedos mientras el viento la transportaba hacía cualquier parte del litoral.
Era, como lo había imaginado, un lugar paradisíaco con aguas cristalinas y arenas blancas. Palpaba su propio sueño; sin embargo, no estaba contento. Lidia se había quedado atrás en la ribera de su pasado. La última vez que la vio fue la noche de fuga en masa de los habitantes de Cojímar hacia las aguas de la Florida. Ese día su tío Matías le trajo la noticia. Le habían arrestado por escaparse en bote de la isla; pero lo soltaron, gracias a un nuevo decreto. El gobierno estaba dando luz verde para la salida ilegal del país. Cualquiera podía hacerse de una balsa, lanzarse al mar e irse bien lejos del litoral sin problemas con la justicia. Al principio el joven no le creyó a Matías. Su tío tenía unos ochenta años y fantaseaba con viajar a Tampa para reunirse con su hija; pero ¿cuál fue la sorpresa del sobrino cuando llegó a la playa? Bajo un pedazo de luna, pegada en una noche sin estrellas, encontró a una muchedumbre saltando y bailando en la arena. Todos cantaban la estrofa: «En el mar, la vida es más sabrosa; en el mar, se goza mucho más . . .», de manera acoplada como lo haría un grupo coral integrado, en este caso, por peninsulares y criollos. Era difícil para cualquiera en la aldea ver a los criollos compartiendo una canción en fuga con sus enemigos de siempre.
En medio de la algarabía nocturna, Ventura escuchó las palabras dulces de su tía Dolores: «Hace falta milagros para aliviar los rencores». Ella había conseguido con sus invenciones narrativas reunir en un mismo techo a chicos criollos y a peninsulares durante la época de los apagones interminables. Ahora, el enamorado era testigo del segundo milagro, cuando un vecino criollo le abrazaba y le invitaba a bailar. Toda esa alegría era un mazazo a la memoria de los peninsulares, repleta de injurias y de golpes; pero también, una prueba de que los odios podían abandonarse, como trastos, colgados en el olvido.

Ventura comenzó a construir su balsa, mientras su esposa Lidia le ayudaba. No era mucho lo que podía hacer. Estaba embarazada. A la hora de la partida, le prometió a su amada recogerla pronto. Llegaría a Cayo Hueso, buscaría trabajo; y con el primer salario, alquilaría una embarcación confortable. La recogería y navegaría sin peligro. Luego, vivirían felices del otro lado del horizonte. Nada parecía imposible para los amantes. Podían tocar el futuro de sus vidas esa noche de despedida. El soñador remaba, viendo a su esposa, con su panza grande, decirle adiós desde la orilla. Tuvo una extraña impresión. No era él quien se alejaba, sino su amada. Ella, sin moverse, se distanciaba, lentamente, de la balsa hasta convertirse en un punto más de la penumbra. Cuando una nube cubrió por completo el pedacito de luna, el mar fue una extensa llanura negra. La oscuridad densa y pesada no les permitía a los tripulantes divisarse entre sí. Los cantantes del estribillo: «En el mar, la vida es más sabrosa . . .», halaban los remos en completo silencio.
Dos años después, Ventura no quiso recordar la trayectoria. Muchos de los marinos no pudieron llegar. Algunos cayeron al agua, agotados de tanto remar y se quedaron dormidos en el fondo del mar; otros arrastrados, por las olas gigantes, eran separados de la balsa y se les veía agitar las manos a la manera de un adiós. El pichón de marino estuvo tratando de borrar esa maldita noche de sus noches durante largo tiempo. Todavía la tenía anocheciendo en su mente cuando había decido montarse en una lancha, recorrer el estrecho de la Florida y llegar al muelle de Cojímar para encontrarse con su amada. En esta ocasión nadie le impediría rescatarla del infierno.
Esa esperanza de reencontrarse con su esposa lo mantuvo siempre a salvo. Fue bálsamo para sus heridas, sobre todo las de las primera llegada, sin ropa, con ampollas en la espalda y casi deshidratado. Fue, también, el impulso para trabajar en una fábrica, sin apenas, estar recuperado. En una semana, ya tenía un puñado de billetes para alquilar una pequeña nave. Esta vez hizo el recorrido sin tanta zozobra, acompañado de otras embarcaciones. Los marinos navegaban alegres de reanimar los lazos de unión con sus familias. Cuando el amante llegó al muelle de Cojímar, allí estaba Lidia con su hija cargada en brazos. Había una línea de personas muy larga como una soga perdiéndose a lo lejos. El bote del esposo se iba acercando al dique donde los criollos del gobierno escogían a los viajeros.

Llegó al atracadero y hombres desconocidos abordaron la nave, mientras su mujer permanecía en la fila. No tuvo tiempo de protestar. Los guardias cortaron la soga de anclaje y la embarcación siguió su camino. El marido, parado en la proa, movía con fuerza los brazos prometiéndole a su esposa que regresaría. Así lo hizo. Apenas comió durante la semana para guardar todo centavo. Reunido lo necesario, alquiló de nuevo la lancha. De vuelta a la isla, tuvo un mal presentimiento. Algunas embarcaciones regresaban con poca gente; y otras venían vacías. Al llegar al litoral de Cojímar, los guardacostas no le dejaron desembarcar. Se tiró al agua para nadar hasta la orilla, pero los guardias lo capturaron y lo devolvieron a su bote.
Hacía dos años de su regreso involuntario a Cayo Hueso. Desde entonces, sólo sabía de Lidia a través de un grupo de fotografías. Las imágenes le aseguraban que seguía siendo bella. Ya lo tenía todo preparado. Un bote, con un motor fuera de borda, esperaba por él en el desembarcadero. Le había llevado meses y meses para poder comprar su propia lancha. En esta ocasión, no sería como la primera vez; nadie podría detenerlo. Sacó un permiso para pescar en las aguas del estrecho de la Florida en las oficinas de la flotilla americana. Saliendo a las cinco de la tarde, llegaría a Cojímar al anochecer. Ya se veía en los brazos de Lidia y, acariciando el cabello de su pequeña hija. Sólo quién había visto nacer, llorar, mamar, balbucear, gatear, caminar. . . a su hija, a través de las fotografías, podía comprender la ansiedad de un padre de estar cerca de ella, de sentir su presencia, su realidad.
La noche, a diferencia de aquella noche, tenía estrellas y una luna llena. Ventura debía navegar con cautela. Debía mantenerse en la jurisdicción de pesca hasta ver la nave de los guardacostas americanos pasando por sotavento. Le daría tiempo de perderse tras la marejada. Una vez a salvo tenía un nuevo reto. No ser capturado como a un pez por los guardacostas criollos dentro de las aguas territoriales. Se dejaría llevar —como se lo había recomendado Matías—, por la corriente del sur. Era una especie de atajo no custodiado por los marines. Lo seguiría con los ojos cerrados. Confiaba en los consejos de su tío. Ellos le habían salvado la vida en el primer viaje. En esa ocasión, una tormenta alejó a la balsa de su rumbo a la Florida; y la embarcación comenzó a dar vueltas en un pedazo de mar. Las corrientes empujaban la balsa varios kilómetros y luego, la regresaban al mismo lugar.
Los remeros estaban mareados y agotados. El sobrino, recordando las enseñanzas de Matías, salió del encierro marítimo. Encontró el pasadizo de agua para desembarcar en la playa de Cayo Hueso.
Dos años después, el mar estaba tranquilo y había cientos, tal vez, miles de estrellas en el firmamento. La luna se reflejaba en el agua para descubrir a los peces sacudiendo sus aletas. Era una escena maravillosa. «Tantas estrellas», pensó el navegante, y millones de ojos sin verlas. ¿Para qué Dios se había tomado el trabajo de hacerlas? No podía olvidar los insultos de los criollos, ni tampoco el amor por su familia; por eso, ahora, tenía puesto el timón rumbo al sur para recoger lo más importante de su pasado. Iba pensando todo eso y, muchas otras cosas más, cuando las luces del pueblo de Cojímar se vieron en la lejanía. Había tenido suerte, ningún guardacostas lo había sorprendido.
Después de tocar la arena de la playa, el marino se encontró con la amada. ¡Qué linda estaba! La abrazó, la besó, la olió todita como hacía tiempo no lo hacía; y tocó, por primera vez, a su hija. ¡Sí, era real! ¡Era más bonita que en las fotografías. La abrazó, suavemente, para no despertarla. Debían marcharse pronto y se subieron en la embarcación. Delante de ellos estaba el horizonte, con un trozo del edén, y atrás quedaba la costa de sus ancestros.

La nave se deslizaba, velozmente, en dirección a Cayo Hueso. Los amantes abrazados se besaban, lentamente, como queriendo aliviar tantos años de soledad. Fueron tantas las caricias que el amante se le olvidó enseñarle a Lidia las estrellas de Dios. Pocas horas después ya divisaban la costa de la Florida. Casi amanecía cuando una lancha de guardacostas americana apareció en la distancia. Se vistieron con premura, y los marines abordaron la embarcación. Ventura le mostró el permiso de pesca; y el guardia, al ver a la niña durmiendo en el camarote, preguntó por los papeles de los pasajeros. De nada le valieron sus explicaciones. Las pasajeras eran sus seres más queridos. Las había rescatado del mismo infierno. Ya no serían vapuleadas, otra vez, por el rencor de los criollos. Fueron muchas sus razones; mas los guardacostas no las escucharon. Los apresaron a todos.
Meses después el reo salió de la cárcel. Los jueces dictaminaron su inocencia. No era un traficante de personas, ni su embarcación servía para transportar drogas. Con la sentencia de libertad en las manos, Ventura preguntó por su esposa y por su hija.
Las habían deportado para Cuba. Estaban ilegales. Fue una respuesta como un martillazo en la cabeza. Lo había dejado aturdido, perdido en una calle de la ciudad. Estaba mareado, como el día de la tormenta en el mar, y comenzó a dar vueltas a la misma cuadra varias veces. Si no hubiera sido por el instinto marino, heredado de su tío, se habría quedado para siempre encerrado entre las cuatro esquinas de aquella manzana de concreto.
Otra vez, el empecinado marinero contempló el horizonte desde la playa de Cayo Hueso. Debía completar la geografía de su paraíso. Echó, de nuevo, el bote al agua y puso proa rumbo a Cojímar. ¿Cuántas veces tendría que hacer la misma travesía? No lo sabía; pero estaba confiado. Esta vez, Lidia y su hija llegarían a la tierra anhelada. Sus antiguos ancestros le ayudarían, sobre todo, Matías, el viejo lobo de mar, la única persona que sabía el secreto de las corrientes marinas.








Jorge Luis Llópiz (Cuba, 1960) es gradudado en Filología por la Universidad de la Habana. Entre algunas de sus publicaciones podríamos destacar el ensayo La región olvidada de José Lezama Lima (1994), o Los papeles de Ventura (2010), una antología de relatos del que Los amantes, cuento que le publicamos hoy en LITERATURA DEL MAÑANA, está entre ellos. También lo sabemos colaborador de revistas digitales como Letralia, La Habana Elegante, o El ataje, entre otras. Desde 1995 vive en Estados Unidos donde, en la actualidad, ejerce como profesor en una escuela del Estado de Texas.
En 2002, su relato La gloria eres fue elegido como representativo de la literatura cubana escrita fuera de Cuba.



Relato, fuente para la reseña y foto: ©Jorge Luis Llópiz


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